Medellín, Colombia.

Medellín no es viable. Medellín es narcisista

La ciudad está a cuatro días de elegir a su nuevo alcalde y aún no tengo la más mínima idea por quién votar. Si mal no estoy, al momento hay doce candidatos a ocupar el primer cargo público de Medellín y ninguno de ellos logra persuadirme hacia su propuesta de gobierno.

Y no es que las propuestas de trabajo no existan. Todo lo contrario, revisando los planes de gobierno de los aspirantes, cuento 1074 páginas, donde reposan muchas ideas románticas, atrevidas e inverosímiles. Sin embargo, afortunadamente, identifico algunas que son necesarias para el territorio, pero ellas solas no dan solución al conjunto macro de problemas.

¿Qué le sucede a Medellín?

Sin pretender dar un diagnóstico sociopolítico, pues no me compete, tan solo soy un ciudadano con deseos (y la libertad) de opinar, Medellín sufre de un trastorno narcisista de la personalidad.

En palabras sencillas, esta enfermedad se identifica cuando una persona tiene una imagen muy elevada de si misma, requiere ser admirada y considera que los demás son inferiores y no guarda empatía con ellos.

Si analizamos a detalle la ciudad, especialmente en esta última administración, la evidencia de este trastorno es cada vez más explícita. El actual Alcalde se ocupó de su imagen y la de su ciudad frente al mundo, pero olvidó lo verdaderamente esencial: la cultura de los medellinenses.

¿Cómo puede la ciudad superar esta enfermedad? Ni idea. Por lo pronto, considero que Medellín -gracias a sus administraciones y el egocentrismo de nosotros, los ciudadanos – transita por un estado terminal. Sin embargo, guardo la esperanza que algún día recibiremos un diagnóstico esperanzador.

Ansiaba que el proceso electoral del 2019 brindara algunos tratamientos o medicinas para atacar el trastorno, pero no ha sido así. Incluso, muchos de los aspirantes se ocuparon solamente en su imagen (al punto que intentan imitar la apariencia del actual mandatario) y en cómo atacar a sus rivales, a través de mentiras, calumnias e irrespeto.

Coherencia política

¡Espera! Pensando bien, los candidatos a la Alcaldía de Medellín son coherentes con la realidad y la cotidianidad de la ciudad: aquí todos los días suceden ataques, mentiras, calumnias y actos de irrespeto entre las personas y su relación con el entorno.

Siendo así, desde la coherencia y la cohesión, algunos de los doce candidatos representan la ciudad. Y eso es de reconocer. Bravo por ello.

Pero:

  • ¿Por qué copiar lo malo?
  • ¿Por qué querer ser como al Alcalde actual?
  • ¿Por qué llevar la cotidianidad a los debates?
  • ¿Por qué soportar las propuestas de gobierno en actividades que no se concentran en la calidad de vida de las personas?
  • ¿Por qué no aprovechar la coyuntura para alterar statu quo paisa?
  • ¿Por qué utilizar la política para beneficios personales?

Cada cuatro años tengo una chispa de la esperanza. Pero, cada 48 meses los personajes políticos (que deberían ser los representantes de los ciudadanos y no los jefes de estos), se encargan de extinguir ese aliento ¡Y este último periodo sí que apagó ese sentimiento!

Como ciudadano, como ser político (siguiendo la acepción de Aristóteles), no estoy conforme con lo que sucedió. Así de sencillo.

¡Sí! Hay proyectos brutales, líderes maravillosos, inversiones pertinentes e ideas inspiradoras, pero las promesas en seguridad, de cultura ciudadana y de vida se quedaron en el papel. Y como pinta la situación, las propuestas de gobierno 2020 – 2023 apuntan a lo mismo.

Medellín inculta

Entre las ideas inspiradoras se destaca el esfuerzo de la administración municipal, las instituciones educativas, los medios de comunicación, la empresa privada y el apoyo del gobierno nacional, entre otros, por la IV Revolución Industrial.

Esta coyuntura social, cultural, industrial y ciudadana promete aportar beneficios y calidad de vida a la ciudad, el departamento y la nación. Es muy interesante conocer propuestas e ideas sobre robótica, el internet de las cosas, el análisis de datos y el blockchain.

Pero todo esto se cae cuando se abandona el edificio Ruta N y se encuentran los siguientes personajes:

«No ve cómo está el Río»

Sucedió hace tres años. Salía de la Estación Metro Industriales en dirección a la Estación Metroplús.

A mitad del puente peatonal, sobre el Río Medellín, identifique a una señora de unos 60 años. Su mano derecha se levantaba sobre el Río y su extremo sujetaba un vaso de plástico. A todas luces, era evidente la tarea de la mujer: lanzar el vaso al cauce.

—Señora ¿qué está haciendo? —le dije.
—Voy a botar el vaso —me respondió.
—Pero usted no puede hacer eso.
—No ve cómo está de sucio el Rio (…) un vaso más no hace la diferencia.

Le solicité el vaso a la señora con la promesa que lo llevaría hasta un recipiente para su disposición final, pero la respuesta fue un discurso de insultos contra mí.

Miré a mi alrededor buscando un auxiliar de policía, con la intención de comentarle la historia y buscar una solución. Para mi no era lógico lanzar un vaso más al Río. Pero luego recordé que, en una discusión callejera, siempre tengo las de perder. Y no quiero explicar por qué, pues no quiero ganarme un nuevo discurso de groserías.

Tomé aire y retomé mi camino.

El agente de tránsito que regaña

Sobre la Avenida 76, entre las calles Avenida 33 y 33ª, hay un cruce peatonal regulado por un semáforo.

Tengo “el vicio” de, independiente del tráfico en la vía, esperar que el semáforo me autorice el cruce.

Esto me ha causado incomodidades con señoras que se sienten amenazadas por un hombre que, mientras escucha rock en sus audífonos y mueve las manos en imitación a una guitarra, se queda en su lugar por más de 30 segundos.

(Cuando aparece la luz verde giro la mirada a ella y le sonrío)

El asunto es que cierto día, en esa ubicación, esperé la indicación de cruce: la luz verde. Inicié mi recorrido y sentí un vehículo de servicio particular público frenaba justo en mis piernas.

Levanté mi mirada y vi cómo el conductor movía incontroladamente sus manos. Me acerqué a él y le pregunté qué le pasaba:

—Viejo, el semáforo está en verde —le dije.
—El giro a la derecha está permitido para los carros —me gritó.

Regresé al frente del vehículo y me detuve. Sí, lo reté mientras le indicaba con mi brazo el color de la luz. Una vez pasó a rojo me retiré y seguí mi camino.

Al regreso me enteré de, en esa misma zona, pero sobre la Avenida 33, había un retén de policía y tránsito. Me acerqué con el propósito de conocer el procedimiento para denunciar el acto del conductor.

Cuando saludé al agente de tránsito y le expliqué la situación lo que recibí fue una retahíla de improperios, pues -al parecer- estaba entorpeciendo la labor de los funcionarios públicos. Labor que era: los policías estaban a la sombra hablando cualquier trivialidad, pues andaban entre carcajadas, y el agente de tránsito atendiendo una llamada por celular. Ningún vehículo en el retén.

Al escuchar los gritos del agente de tránsito, los uniformados de la policía se fueron contra mí. Me preguntaron qué quería, dónde vivía y cuál era mi ocupación. Mi respuesta fue: “soy un ciudadano que está intentando conocer el proceso para instaurar un denuncio”.

Sentí temor, lo reconozco, pues los funcionarios públicos no gozan de buena fama en las calles.

Luego del interrogatorio policial, el agente de tránsito se acercó de nuevo y me preguntó: “¿Tiene las placas de taxi?”. Quedé paralizado. “No, señor… pero ahí hay una cámara de seguridad, esto sucedió hace 30 minutos”, le respondí con un aliento de esperanza.

“No puedo hacer nada por usted. La próxima vez, tome las placas del taxi”, finalizó el funcionario de tránsito.

Me senté en la acerca para tomar aire y tratar de comprender lo que había sucedido. Minutos después se incorporó nuevamente el agente y me dijo: “Discúlpeme, he tenido un mal día”.

Llevamos quince años y nunca vamos a cambiar

Esta situación se ubica en una institución de educativa de la ciudad (de orden privado, pero con grandes contratos con la municipalidad) donde tenía un cargo directivo.

Era una reunión con varios profesores, coordinadores y otros directivos. La idea era presentar el modelo de educación virtual para aprobación financiera. Aunque mi cargo no estaba asociado a e-Learning, la presidencia me había solicitado apoyar la construcción de la propuesta.

La historia es extensa y creo que podría compartirla en una próxima publicación, pues hay elementos que desde lo académico – administrativo son de interés para mis estudiantes. Pero aquí haré un resumen de lo acontecido.

Sobre el final, luego de unos 90 minutos de defensa, indiqué que el modelo pedagógico de la Institución estaba errado y debía modificarse, incluso antes de pensar en la virtualidad. Me dirigí con especial ahínco a la coordinadora académica, pues ella -al menos así lo consideré- era quien debía escuchar mi propuesta.

Pero, para sorpresa mía, la respuesta la recibí del director financiero:

—Mire, Juan, nosotros llevamos 15 años con este modelo pedagógico. Sabemos que está malo, pero van a pasar otros 15 años y no lo vamos a cambiar

Acto seguido dirigió la mirada a la coordinadora académica, quien validó la situación.

Al final de la reunión notifiqué mi decisión de renuncia, pero el área de e-Learning me pidió esperar dos semanas para volver a diseñar otra propuesta. Acepté, pero indiqué que la base estaba mala.

Quince días después ingresé a la oficina de presidencia y el Presidente me dijo: “Ya sé a qué viene… Fue por lo que se dijo en la reunión anterior… Yo sabía que ibas a renunciar, Juan Carlos”.

El presidente me pidió quedarme un día más, para atender una reunión con unos proveedores.

¿Que si sigue la Institución en la ciudad? Sí, ahí están. Incluso, uno de los directivos se está postulando a un cargo de elección popular. ¿Y el modelo pedagógico? Pues aún no pasan los 15 años, entonces las cosas siguen mal, como bien lo afirmó el director financiero.

La cultura del destornillador

Y por último, una situación que me sucedió hace un par de horas. En un cruce peatonal, nuevamente, un conductor de taxi hizo el “giro permitido a la derecha, independiente si la luz peatonal está en verde”.

El asunto es que en esta oportunidad no fui el afectado. Quien casi recibe el golpe del automotor fue mi mamá. ¡Hágame el favor!

Inmediatamente le reclamé al conductor y lo que me respondió fue: “Enójese si le da la hijueputa gana” y procedió a sacar un destornillador de pala para amenazarme: “No me haga bajar del vehículo”.

¡Carajo! Olvidé anotar las placas del taxi.

¿Qué hacer con Medellín?

Realmente, no sé. Aquí mencioné cuatro situaciones, pero hay muchísimas más: el abuso de autoridad, el transporte indigno, la violación a las normas, las basuras en las calles, la corrupción a todo nivel, etcétera, etcétera. Y menciono lo que me pasa a mi: una persona que escasamente socializa y se mueve un tres sectores pequeños de la ciudad. Lo que debe pasar todos los días, en toda la ciudad, debe ser enorme.

Señor Alcalde (el nuevo, no el de hoy), Medellín no está bien. Reflexionemos y trabajemos, pues quiero recuperar la esperanza.

¡Ey! Es que en Medellín también cosas bonitas. También hay cultura ciudadana. Hay personas que guardan la basura en su bolsillo o maletín; conductores que respetan las señales y privilegian el paso peatonal; funcionarios públicos que orientan, acompañan y enseñan, y personas que dan un correcto y eficiente uso al destornillador de pala.

Medellín tiene esperanza, pero tenemos que construirla este 27 de octubre de 2019. De lo contrario seguiremos siendo inviables y solo nos alimentará el narcisismo.

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Por:
Juan Carlos Morales S.
Comunicador y educador
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